Comentario
Las esculturas tienen igualmente sus focos de proliferación principales fuera de las ciudades, en necrópolis y santuarios. Buena parte de su personalidad, junto con los aspectos tratados antes sobre influjos y elementos configuradores, deriva de los materiales y las técnicas empleados. Acerca de los materiales usados, puede decirse que el soporte casi exclusivo de la escultura mayor ibérica es la piedra, y más exactamente las areniscas y calizas blandas, que los son, sobre todo, cuando recién extraídas de la cantera y con la hidratación natural de origen, se ofrecen como un material poco exigente técnicamente, muy fácil de trabajar.
No se conocen esculturas en mármol u otras piedras duras; tampoco de bronce, que se reservó para la realización de figuritas menores -fundidas en pleno a la cera perdida y fabricadas a miles para algunos santuarios- o para complementos, recipientes y adornos diversos, en la producción de las llamadas artes menores, que entroncan con la fuerte tradición tartésica en el gusto por estas piezas.
El barro cocido, como material escultórico, tampoco recibió más atención que la destinada a realizar figurillas y objetos votivos, a menudo con moldes, sin que sus evidentes posibilidades fueran puestas al servicio de la plástica mayor, a ejemplo de lo que hicieron los etruscos o, en menor medida, los cartagineses en algunos centros, como los de sus establecimientos de Ibiza.
Materiales y técnicas están, lógicamente, profundamente imbricados, y la técnica principal de los escultores ibéricos es la propia del trabajo con las piedras blandas y su terminación. Las labores de vaciado y desbaste pueden suponerse más semejantes, por sus métodos y por los instrumentos elegidos, a las de la talla en madera que a las de esculpir sobre piedras duras. Y en cuanto a las técnicas de acabado, se comprueba el uso de medios abrasivos para ofrecer una terminación homogénea de las superficies, y el empleo de colores bastante vivos, como otras escuelas escultóricas mediterráneas, entre ellas la griega. Los pigmentos se aplicaban sobre la piedra directamente, o sobre una imprimación previa, como el verdadero enlucido que lleva la Dama de Baza. En ésta se tiene una pieza principal para medir el gusto por el cromatismo en las esculturas ibéricas.
Debe añadirse otro material escultórico, la madera, de cuyo uso entre los iberos no se tienen pruebas directas, pero que puede suponerse a la luz del estilo lígneo que rezuman muchas de las obras de piedra conocidas: en la forma general de la labra, en los detalles, o en ambas cosas. Recuérdese, además, lo dicho por algunos autores a propósito de la existencia de una antigua etapa xoánica -o lígnea- en la escultura ibérica, que dejó rescoldos estilísticos en creaciones posteriores en piedra. Sería una tradición que no hay que suponer interrumpida, pese al uso de otros materiales, como la piedra, o la preferencia por ellos. En cuanto a las llamadas artes menores, los iberos siguieron en esto la rica tradición forjada en la época tartésica orientalizante, aunque no mantuvieran, según lo que se conoce, el alto nivel que entonces se otorgó a los trabajos de orfebrería, de eboraria o de toréutica que antigua y modernamente encumbraron a los tartesios en el elenco de civilizaciones refinadas. No obstante, tanto los datos de las fuentes literarias como los arqueológicos acreditan el gusto por los adornos y objetos suntuarios. Las esculturas ibéricas, que reproducen minuciosamente los recargados adornos y tocados de las mujeres de postín, son una prueba de ello y un muestrario de los tipos más ambicionados. Numerosos hallazgos directos demuestran, por ejemplo, el gusto por vajillas rituales y de mesa, fabricadas preferentemente en plata, adornadas algunas con primorosos relieves y complejas técnicas de joyero. Los finos y hermosos platos de plata de Abengibre (Albacete), los complejos y refinados recipientes de Tivissa (Tarragona) o de Perotito (Jaén), demuestran las tendencias y las técnicas helenísticas imperantes cuando en tiempos recientes, entrando ya en época romana republicana, parecen probar los hallazgos una demanda creciente de estas producciones caras.
Es sin duda en la alfarería donde los iberos dieron el tono de una de sus más geniales y personales creaciones. Aunque en el modesto campo de la artesanía popular, la cerámica ibérica se ofrece como un escaparate privilegiado con el que asomarnos a la cultura, a las gentes ibéricas. Dominada la técnica de la alfarería, en su delicado proceso de modelar, pintar y, sobre todo, cocer las piezas, la tersa superficie del barro se prestaba a unas posibilidades decorativas y expresivas que el ibero no iba a desaprovechar.
La sobria decoración de motivos geométricos sabiamente dispuestos en los vasos, que las diferentes regiones cultivaron como herencia directa de la época orientalizante, dio paso en tiempos recientes, cerca y dentro ya de los tiempos del dominio romano, a escuelas alfareras de acusada personalidad, con una frescura y una inventiva como sólo es capaz de producir el arte popular. El gusto por el ornato, por el adorno que, a partir de cualquier pretexto, lo abandona para alcanzar sentido por sí mismo -es lo que se ve, por ejemplo, en la cerámica del círculo de Elche-Archena-; el sentido simbolista y trascendente, presente también en esta misma escuela, o en la de Oliva-Liria, que encuentra su mejor tono artístico en el afán narrativo, un propósito que hace de muchos vasos una moderna viñeta; o el rigor que en la forma abstracta demuestra la escuela turdetana y, en la composición figurativa, la celtibérica; son todas éstas notas que caracterizan, o con las que podemos ver, una de las facetas más sencillas y profundas del arte ibérico.